“Algunos finales son felices. Otros, son necesarios”, dicen por ahí, y es un dicho que se cumple puntualmente en el cine. Películas como Casablanca o (más cercana) Pocahontas quizá no tengan el final superfeliz que el gran público hubiera deseado, pero sí tenían el final que debían tener. El final que la historia contada se merecía. Con esto, no quiero decir que una película que nos haga suspirar o incluso -¿por qué no?- llorar a moco tendido, no sea buena o apetecible para ver. Es lo que sucede con cintas muy poco conocidas, y la que hoy nos ocupa, Una pastelería en Tokio, es una de ellas.

Sentaro, el protagonista, al que en la película se refieren como el Jefe, regenta un pequeñísimo y modesto puesto callejero de dorayakis (sí, sí, los pastelitos que tanto le gustan a Doraemon, y que son dos tortitas redondas rellenas de pasta de judías dulces). Un precioso día de primavera, en plena explosión de la flor de los cerezos, una mujer de edad muy avanzada llamada Tokue le pide ocupar el puesto de ayudante a media jornada que oferta. Sentaro en un principio se niega, dada la ancianidad de su solicitante, pero cuando pruebe la pasta de judías que la mujer hace, cambiará de idea.

Decía cierto personaje de El puente sobre el río Kwai que “hay que trabajar con alegría” (sí, también lo decía Karlos Arguiñano, pero como lo mío son las citas de cine, me apoyaré en la película). Sentaro es un personaje sin orgullo por su ocupación, alguien que cumple con su trabajo de modo mecánico y sin la menor ilusión; para él, hacer dorayakis es tan solo un medio de ganarse la vida, pero no le gusta cocinar, ni tratar con la gente, y ni siquiera le gusta el dulce, al punto que jamás se ha comido uno de sus propios dorayakis. Cuando Tokue entre en escena y se entere que la pasta de judías que usa es precocinada, la mujer se escandalizará y le enseñará a cocinar, pero le enseñará muchas más cosas a través de la comida.





En este aspecto, la directora Naomi Kawase bebe de otras cintas similares como la francesa Mis tardes con Margeritte (protagonizada por un inmenso, y no lo digo sólo literalmente, Gerard Depardieu) o Como agua para chocolate. En ambas se puede observar a un hombre en cierto modo desorientado, que se está perdiendo algo y es enseñado por una mujer mucho mayor, o cómo alguien nos enseña los secretos de la vida y del amor a través de la comida y la cocina.

Siguiendo una estética preciosista y profundamente inspirada en la naturaleza y los cambios estacionales, Kawase nos muestra cómo esos pequeños y delicados cambios naturales, se operan también en Sentaro quien, pese a ser un hombre casi de mediana edad, florecerá lentamente a través de la película, y es Una pastelería en Tokio es una cinta de ritmo lento y pausado, en la que un hombre crece y cambia. Y como todo cambio natural, o como todo plato cocinado, éste cambio requiere tiempo y paciencia, no se operará de la noche a la mañana. En ese aspecto, la cinta puede llegar a hacerse pesada y lenta en algunos momentos (hemos de recordar que Kawase ha estado dedicándose al cine de autor hasta ahora; ésta es su primera película para el gran público, es normal que su ritmo no sea acelerado puesto que en primera, la cinta exige una velocidad determinada, y en segunda su directora está acostumbrada a la lentitud), pero en conjunto se hace agradable y se comprende perfectamente cuando ha finalizado.

Una pastelería en Tokio es asimismo un canto de amor a la vida y a los sentidos. Como dijo Oscar Wilde por boca de Lord Henry, “no se cura el alma sino por medio de los sentidos”. Tokue es una mujer que, pese a su edad, entiende que la vida está hecha para ser vivida, y el mundo debe ser disfrutado; las flores quieren ser miradas, olidas, los árboles quieren ser escuchados y el mundo en general quiere que te des cuenta de su intrínseca belleza. Sentaro, al inicio de la película, es un hombre que no siente mucho respeto por sí mismo ni por su labor, y Tokue, con toda su sencillez, le enseñará a amar su labor y a entender que él no es insignificante ni merece ser maltratado, ni siquiera por sí mismo.

La cinta que nos ocupa es una película de hondo simbolismo y que es preciso ver siendo consciente de que es una película lenta. Es posible que, en mi valoración personal, se pudiera haber resuelto con menor metraje, pero también es cierto que eso le restaría belleza al conjunto, y no se trata simplemente de que la película nos cuente una historia sino de CÓMO es contada esa historia.

Eres negra. Eres fea. Eres mujer, ¡no eres ná!” Si no coges ésta frase, tienes que ver más cine.